Maicol Estiven Calderón tiene 12 años y vive en Soacha con su familia extensa. El 14 de marzo, un accidente doméstico con aceite caliente lo llevó de emergencia al pabellón pediátrico de quemados del Hospital Simón Bolívar. Lo que comenzó como un día cualquiera terminó transformándose en una experiencia que marcaría su vida y la de su madre, Rocío Leyton.
Desde el momento del ingreso, Rocío no se separó de su hijo. En medio de la angustia, el miedo y el dolor, supo que su presencia era clave para su recuperación. La rutina cambió por completo: visitas médicas, tratamientos, horas de espera. Pero fue en la Sala Familiar del 7.º piso donde ambos encontraron un respiro. Allí, cada momento compartido fue una forma de sanar más allá del cuerpo.
Entre juegos de mesa, televisión, rompecabezas y tiempo en el computador, Maicol recuperó poco a poco la sonrisa. Rocío, por su parte, encontró no solo un espacio funcional, sino emocional: un lugar donde podía sentirse madre, cuidadora y acompañada. No se trataba solo de estar con su hijo, sino de estar bien para él.
Para esta familia, la sala fue un puente entre el dolor y la esperanza. Una prueba de que, incluso dentro del hospital, hay espacio para el afecto, la rutina compartida y la contención emocional. Maicol no solo recibió atención médica, también tuvo el regalo de sentirse arropado por su mamá en cada paso del camino.